El día está
gris, sin sombra. La humedad que la niebla ha dejado esta noche en los caminos
es fría y se nota en los pies. El silencio, solo lo rompe el
monótono andar mío que, poco a poco, sin prisas, cansino, va avanzando
buscando… ¿Buscando qué? No hallo la respuesta; quizás algo que se que en la
soledad del paseo no voy a encontrar; quizás tampoco fuera de ella; en el
bullicio de la gran ciudad seguro que no.
La alfombra
que el otoño ha preparado para mis pies varía en su calidad. En unos lugares su
grosor hace que mis pisadas se escondan en un submundo desconocido de umbrías
perennes, donde los mirlos buscan afanosamente, fuera de tu alcance, algún
gustoso bocado que llevarse con su pico. En otros, son solo madejillas sueltas
o incluso matices de pequeñas lanas descoloridas que decoran los rincones del
camino.
Un dosel
cubre el cielo gris de multitud de colores de oro como si quisieran los arboles
decirle a las nubes que, a falta de sol, ellas son capaces de crearlo sin su
ayuda. Relucen maravillosas las hojas de las acacias con sus bayas de simientes
preparadas a caer en cuanto los suelos estén preparados para ellas. Los castaños
que no quieren ser menos entonan cánticos coloridos que van de su verde
maravilloso a un marrón cerrado, casi sucio, pasando por tonos amarillentos y
fugaces. Y entre ellos, descuidado en mitad de esta foresta, como si una mano
invisible lo hubiese allí dejado caer, aparece con su rojizo plumaje un ciruelo
o un arce, dispuesto también a aportar sus colores y sus tonos al arco iris de los arboles.
Guerra de
luces y colores entre arriba y abajo. Arriba hoy se ha confundido y su
monotonía gris, plana, le ha restado importancia. Las tardes de sol surcadas de
altas y majestuosas torres que indican el poder de los cielos, están hoy convertidas
en una sucia alfombra celeste que nos priva de su maravillosa transparencia.
Abajo,
parecen gritar, con todo el poder de sus pinceles, que quieren seguir existiendo,
que el sueño que comienza a apoderarse de ellos no es más que una droga que
alguien malvado les ha vuelto a lanzar. Y en el comienzo de este sueño, alucinógeno
por el paso del tiempo, las visiones y la imaginación se convierten en una
guerra de colores.
A cada paso, a cada beso de un pequeño golpe de
aire, una fina lluvia de hojas vuelve a bajar imitando a la lluvia de los
cielos suavemente, dulcemente, como una nevada de grandes copos multicolores. Miro
hacia atrás, es bueno hacerlo de vez en cuando, y compruebo que el camino ha
cambiado de aspecto. La nevada de colores amarillos ha dejado, como si de un arroyo
manso se tratara, un remanso de color encima de la hierba del prado que a su
costado está. Y hacia adelante, allá en la lejanía, bajo un olmo vuelve a
suceder lo mismo.
No me doy
cuenta, pero el tiempo va pasando; maldito tiempo; he de retomar el camino de
vuelta. La duda es cual tomar. Los
caminos pueden ser trampas donde perderse o donde gozar. La elección en este
caso depende de mi mismo. Y como me gusta llevar la contraria voy a girar en el
sentido contrario a las agujas de reloj que me conducirá a lugares de cristal
que quieren dejar pasar todo a través de ellos.
Los cipreses
de los pantanos, erguidos en mitad del estanque, están preparando también su
invierno. Coquetos se miran en el espejo de las aguas y en el de los cristales
del palacio. Y ambos, coquetos también, los toman como si de trenzas de su
cabellera fuesen.
Aquí el silencio es roto por los sones de un trompetista que,
con pasodobles, rompe el silencio del parque buscando una propina que le
ayude a subsistir.
Roto el
embrujo del silencio que me acompañaba, busco un lugar de paz y tranquilidad,
algo mas cálido que las márgenes del estanque y allí al fondo, a los pies de la
loma del palacio, el rincón de los mayores me llama con su voz silenciosa, con
un murmullo de vista y de mesitas de ajedrez dispuestas al libre albedrío de la
estación de turno, buscando el sol o la sombra. Y en una de ellas, un mayor,
enfundado en su chaqueta de pana, con su gorra en la cabeza, está escribiendo
sobre una de las mesas. Le observo durante un rato y observo el entorno que le
rodea. Me doy cuenta que el lugar es el idóneo para escribir. Las
hojas de múltiples colores verde-amarillos de los arboles de alrededor son
perfectas para la inspiración poética, no tanto para escribir unas memorias. Luego
debe ser un poeta… ¡Ah, la mente como imagina! Pero no quiero salir de
mi error. Dejémosle que sus dedos conduzcan su pluma buscando la rima y que
esta forme unas estrofas maravillosas a la vida discurrida.
Su intimidad
y sus letras son solo suyas. Si alguna vez lo quiere, las lanzara al
viento a ver si germinan en alguna mente que desee compartirlas. Quizás
estuviese escribiendo unas memorias que deja para sus hijos, quizás cartas a
una amante muerta, quizás un cuento para un nieto, quizás…
Dejemos al
viejo de la chaqueta con sus letras y sus pensamientos
de antaño y volvamos a nuestro paseo silencioso, solitario y encontremos de nuevo el
silencio, solo roto por los pasos al pisar las hojas de la alfombra.
Volvemos a
andar y el sonido de la trompeta se va perdiendo entre las hojas…
Vuelve el
silencio en un suave murmullo de viento que me acompaña. A lo lejos una pareja
cruza un camino; más al fondo, mucho más al fondo, en la lejanía de la perspectiva
que forman los arboles del camino, otra figura silenciosa pasea sola; soledad
del caminante que se sabe acompañado por el silencio de sus pensamientos.
Allá al
fondo una reja y unas piedras blancas me indican que el paseo se acaba. El
silencio se rompe y el ruido, al que hemos
desterrado normalmente de nuestra mente por costumbre de oírlo, vuelve de nuevo. Se ha
roto la magia del silencio y del color. El asfalto y el ladrillo me indican que
debo volver a la realidad cotidiana; y que el viejo, el árbol, la hoja, el color y la alfombra quedan como un magnífico recuerdo del paseo de hoy; un paseo tranquilo,
silencioso, bello...
--o0o--
Espero os haya gustado.
Sed felices.
Hasta pronto.
Antonio
Los colores del otoño no necesitan sombras, menos si eres tú quién los captas. Precioso.
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