El sol se está poniendo. Un cielo que asemeja las suaves
olas del Mediterráneo, brillantes en espuma antes de romper, indica que en pocos
momentos llegara el éxtasis de la tarde, donde los colores del fuego y del frio
se entremezclan en una lucha incruenta.
Una línea fuerte y concisa parece separar uno de otro mundo
sus caracteres. La noche viene oscura y el día muestra aun su poder de vida, la
luz.
Dependiendo donde fijes la mirada, las tonalidades van cambiando por instantes. Unas veces amarillentas, otras, vergonzosas tal vez, se tornan rosadas como si sintieran vergüenza de acostarse tan pronto.
En algún lugar, cerca de la sierra, parece que el cielo se
está trasformando en un extraño tejido. Parece querer hilar con sus algodones
la manta para que el sol se sienta confortable en la noche.
El aire se vuelve frio. En estos días primeros de diciembre
se nota en las orejas de una forma increíble. Subo la cremallera del chaquetón y
me reconforto interiormente. Las luces con las que se tiñen los cielos me van
calentando imaginariamente. Por detrás la noche viene enfriando el ambiente.
De repente, como un cansancio terrible, el sol tiñe los
cielos de rojo, que se van oscureciendo poco a poco, hasta que el día se
despide en un increíble cielo teñido de una infinita gama de colores.
Se han despedido y ya en medio de los campos castellanos emprendo la vuelta a
casa, en silencio, disfrutando de unas imágenes que han quedado grabadas en mi
mente al igual que las que ha grabado la máquina, con la diferencia que yo la
he sentido, la he vivido.
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Mañana será otro día. Mañana habrá otra puesta, distinta. Y
delante de ella, sentiré la soledad de la noche en mitad del campo. Quizá
mañana salgan mejor las cosas, quien sabe, quizá podamos volver a darnos la
mano o las mejillas, con la calidez del sol de la tarde, como hace algunas puestas de sol.
Cuidaros
Antonio
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