Nubes grises cubren el ocaso, caído ya, oscuras y cada vez más negras. No traen agua. Corren delante de mi ventana y de mis ojos, de norte a sur. Son nubes secas, sin herencia, que han dejado sus lágrimas allá atrás, en las montañas, cubriéndolas de una sábana blanca excesivamente pura.
En los árboles del paseo, cada vez son menos las hojas que quieren cubrir la desnudez del tronco frio. Y las bolas de simiente que cuelgan de sus pequeños rabillos esperando el momento oportuno para reventar dan una triste imagen de soledad. Amarillos y marrones contrastan con el gris del cielo, destacando más si cabe en este atardecer frío y solitario de noviembre.
Una cierta tristeza recorre la avenida. Ya pasó la hora de salida del colegio. Los aparcamientos han vuelto a quedar vacíos de coches. Las luces de las farolas, perezosas, permanecen apagadas, dando más sensación aun de tristeza.
Y de todo ello mi alma y mi sentimiento se contagian. Me pregunto si será la depresión post hospital, que de alguna forma me tiene algo atrapado entre sus tentáculos. Seguro que algo de ello hay, pero seguro estoy también que con un poco de luz solar y un paseo tranquilo al solecito de la mañana, volverán los ánimos al lugar donde deben estar.
Estos días de atrás, en la soledad de la habitación de enfermo, con el acompañamiento del monótono burbujear del oxígeno en el agua humecedora, ha dado tiempo para pensar.
Y cuando estas así, se piensa en tantas cosas, en tantas personas: familiares, amigos, conocidos… e incluso en los enemigos, que al fin y al cabo, lo son porque ellos quieren serlo, pues yo no los tengo como tales.
Tiempo hay para los recuerdos, aunque sean algo grises.
Tiempo hay para los recuerdos, aunque sean algo grises.
Estos días los recuerdos de la niñez han llegado: mi padre, las Coca-Colas compartidas a medias con los dos hermanos que venían detrás, una Coca-Cola para tres, junto al estanque del Retiro. Con los patinetes, bajando corriendo por el bulevar, cuando mi calle era un bulevar. Las carreras de chapas, aprovechando los dibujos del suelo de casa, rellenas de plastilina y con la foto de los mejores ciclistas del momento pegados. Aquel helicóptero de Shucco que unido a un cable y mediante una manivela hacías mover las aspas y... ¡volaba!
Todo aquello quedo roto en un instante; desgarrando el sentimiento de un crío de una manera totalmente injusta; ahora, en la distancia del tiempo, me sigue pareciendo injusto.
El traslado a vivir con mi abuela, separado de mis hermanos, a muchos kilómetros de distancia. Aquella primera noche, interno sin saber porque, con once años, en un dormitorio donde podría haber cien camas y yo estaba solo…
Aquella soledad de aquella noche, aun me salen las lágrimas con las que mojé aquella almohada, aquel pánico de un crío en un internado en el que el único alumno era yo, en la primera oscuridad fuera de casa y solo; una imagen que cuando me pongo enfermo es recurrente en mi recuerdo, viene y se queda durante unos días. Luego lentamente, como la propia enfermedad, va desapareciendo, lenta y pausadamente.
Estando allí, murió mi padre. Recuerdo aquel sábado. La abuela sentada en su silloncito. Mis tíos de un luto riguroso, como si hiciese tiempo que esperaban el desenlace. Y lloré.
También allí viví unos años felices con una abuela que me inculco el respeto por los demás, fuesen de la condición social que fuesen y que me enseñó a apreciar el mundo en el que vivimos.
Aquella maravillosa mujer, era en bondad inversamente proporcional a su pequeña estatura. Aquellos pelos blancos, aquellos ojos vivos, que me miraban con ternura, aquellas manos que todas las tardes, sentada en un pequeño silloncito tapizado con terciopelo rojo, realizaban verdaderas filigranas con el ganchillo y el hilo, mientras de sus labios salían una plegaria monótona mientras rezaba su rosario…
¡En el fondo qué tiempos aquellos! Miedos, alegrías, penas, amistad, juegos, amor… Todo se mezcla en una maravillosa batidora de la que de vez en cuando surgen extraños y tristes recuerdo. Solo de vez en cuando.
El hospital me ha retrocedido de nuevo a mis años infantiles. Quizás a la soledad de aquellos años en la que la falta del contacto con tus hermanos y con tu madre, esencial en la pubertad, dejaron una huella en mí: la huella de la soledad y la distancia. Pero aquello también me hizo fuerte, quizás excesivamente fuerte y excesivamente frágil, como el vidrio, capaz de aguantar el más fuerte de los esfuerzo y estallar en mil pedazos ante el más mísero de los ataques.
Y me pregunto ¿Por qué cuento todo esto? La respuesta, querido lector que estés leyendo estos renglones, no es otra que: ¿de qué me sirve no contarlo? Al fin y al cabo, seré así más real, más cercano.
Por hoy ya está bien. Soledad y soledades, tristezas, forman parte también de nuestras vidas, como los momento de euforia y de alegría. ¿Por qué esconder nada? Si solo te muestro mi sonrisa, el día que llore pensaras, que me estoy muriendo.
Y aunque la vida muchas veces tiene colores grises, blanca y negra, en otras, ¿Por qué no mañana?, resplandecerá con todos los colores del arco iris.
Mañana será otro día, mañana…
Necesitaba escribir, trasmitir algo…
Gracias por haberme acompañado un rato
Gracias por haberme acompañado un rato
Buenas tardes
Antonio
Antonio
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