Un sábado; podía ser un
sábado cualquiera, pero no, era el primer sábado de primavera y parecía que el
invierno, celoso de su llegada, quería imponerse a toda costa. En el jardín
estábamos a dos grados y una suave brisa hacia que el frío se incrustase por tu
cuerpo como un convidado desagradable, no querido.
Una cuadrilla de
hambrientos y chillones gorriones saltaban de rama en rama de los plátanos aun desnudos,
hinchando sus plumas para protegerse del frío. Les miraba absorto, en sus
movimientos inquietos, muchas veces de trapecista. Pensaba que aquellos pajarillos se acompañaban
unos a otros mientras yo disfrutaba solo viéndolos.
Luego, llegaron dos tórtolas,
se posaron en el lado opuesto del jardín. Parecían contentas, despreocupadas,
como si supiesen que aquel frio iba a ser pasajero. Lo curioso de ellas es que
se miraban a los ojos y parecía que mantenían una charla tranquila, amena.
Cierta envidia me dieron, pensaba en ti y sabía que aquello era totalmente
imposible, Soledad.
Incluso los rosales,
temblando en medio del viento suave pero helador, estaban brotando con fuerza,
colorados por su arrojo. Parecía que sus hojas aserradas retaban al aire y a la
temperatura. Increíble naturaleza que lucha con el propósito único de seguir
adelante, de vivir.
El hombre muchas veces piensa primero en otras cosas y
luego en vivir y, cuando quiere darse cuenta, todo ha pasado, el momento de
disfrutar y se acerca veloz a esa tierra que ahora fría y húmeda me
sustenta.
Y los brotes de los
castaños y las hortensias ponían un aire de festividad en esa mañana gris y fría
de un día de primavera que bien podía haber sido de un gélido general. Algunos copos de
nieve cayeron arrastrados por el aire desde las alturas de la sierra.
Testimoniaban el recado del invierno imponiendo su frío, pero esas hojas nuevas
del castaño y los brotes de las hortensias indicaban que tenía la guerra perdida,
que aquello no era mas que un contraataque defensivo porque sabía que tenía la
batalla perdida, Soledad.
Los enormes lauros que, se han dejado crecer, se han hecho enormes arboles que ávidos de luz extienden
sus hojas por el jardín cubriendo con su espesura a otras plantas que
angustiadas por el avance de su compañero intentan crecer para encontrar luz.
Una luz, que hoy, Soledad, brilla por su ausencia y por la tuya. Pero el lauro
no tiene problema. Ha dispuesto ya sus flores y está esperando a los rayos del
sol para abrirlas. De ahí nacerán sus frutos y los mirlos se encargaran de
trasladar las semillas por todas partes. Nosotros jamás llevaremos semillas a ningún
lado.
A mis pies,
aprovechando aquellos rincones del jardín que se pisan poco, y que Atila y su
rastrillo Othar dejan tranquilos, las violetas inundan de un maravilloso azul
muchos rincones. Les gusta el frío, no les importa, y alegran el jardín. Parece
mentira que una cosa tan pequeña pueda ser tan bella. Mi abuela las colocaba en
un jarrito delante del retrato de mi abuelo en la finca. Todos los días subía
un ramito de aquellas flores y lo colocaba en un pequeño jarrón de cristal proporcional
al tamaño de aquellas. Creo que nunca tendré un ramito igual, ni siquiera un
retrato, Soledad.
Pero la alegría del jardín
estaba en un pruno junto a la calle que da siempre ciruelas de dos tipos
distintos, esta injertado, rojas y verdes, pequeñas, muy pequeñas, pero
sabrosas. Sus flores en racimos están ya al final del periodo de fertilidad.
Los abejorros de la madera días pasados estaban como locos alrededor de sus
ramos blancos y rosados. Contrastaba el negro de aquellos voladores incansables
con el blanco de las flores.
Pero con el frío desaparecieron y no estaban
volando alrededor del pruno. El sonido zumbador de sus alas estaba apagado,
como el calor de la primavera o de tu cuerpo, Soledad. Pero al pruno no le
importaba la ausencia de los abejorros,
los gorriones se encargaban de acompañarlo saltando entre sus ramas y
picoteando de vez en cuando una flor. Qué bueno es no estar solo, Soledad.
El frío me estaba
penetrando poco a poco. Los gorriones y las tórtolas se habían marchado. La
soledad del jardín se hacía cada vez más intensa. No es bueno estar solo,
Soledad.
--o0o--
Sed felices.
Antonio
No hay comentarios:
Publicar un comentario