Es un día cualquiera de un septiembre ya avanzado. Me he quedado en casa y estoy andando por debajo de los plátanos del jardín. Ando tranquilo, no hay prisa ninguna y la temperatura hoy es agradable. El cielo limpio, alguna nube en plan torre al otro lado de la sierra pero que se rompen al pasarla.
La luz de la tarde ya es distinta a la de agosto. Es más tumbada, quizás más cálida, menos cruel. Con mis pisadas cruje de vez en cuando el jardín. Comienza a haber hojas por el suelo. Hojas de un color marrón oscuro y otras más amarillentas.
Aun quedan algunos días para el otoño, unos siete u ocho, pero los árboles ya están avisando que llega. Los troncos están empezando a almacenar la savia y los minerales que contienen las hojas y estas, cumplida su misión, se torna del color a donde van, del color de la tierra.
Levanto los ojos y por todas partes, en un mar verde en continuo movimiento, aparecen manchas más claras o más oscuras de hojas que caerán pronto al suelo. Las amarillas relucientes, como si de luces indicadoras de posición se tratasen; las marrones, inquietas, como si en sus movimientos quisiera verse una renuncia a dejar el árbol en el que han vivido.
Mirar a lo alto bajo un mar de hojas es una sensación maravillosa. La luz entra a raudales en algunos lugares iluminando la escena. En otros son las sombras las que apagan el entorno. Y el viento, con su batuta magistral hace que las escenas estén, como en un viaje de ida y vuelta, acompasadas en movimientos fijos, sin salirse un instante del lugar requerido.
Cuando miras a lo alto, los troncos de los árboles parecen mástiles dispuestos a recibir en sus velas el empuje del viento. Se pierden entre la espesura de su bosque de hojas, de pequeñas velas de colores verdes, amarillos y marrones. Los árboles nos están diciendo que llega el otoño, su otoño. Y con el otoño de los árboles se acerca un poquito más, el otoño nuestro.
Mirando a los árboles, estos me dicen que se acerca el otoño…
Nada más por hoy.
Sed felices
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