Era un jueves, como
muchos otros del año, que me encontraba acompañando a mi madre en Guadarrama.
La temperatura ya alta
pronosticaba una primavera preciosa. Los animales se emparejaban en aquel
momento. Es la época de la bonanza y el momento para sacar adelante a una nueva
generación.
Estábamos mi madre y yo
ese día de abril de 2016 tomando el sol tranquilamente en el jardín.
De repente dos
herrerillos, un macho y una hembra, comenzaron a saltar de rama en rama.
Incluso el macho llego a acercarse a donde estábamos colocándose sobre la cuerda
vieja de tender.
Difícilmente podía
fotografiarlos. No paraban de saltar.
El macho tiene el
penacho mucho más azul y su franja negra alrededor del cuello es más ancha.
Comenzaron a recorrer
los arboles hasta que llegaron a uno de los grandes chopos del lindero, junto a
un nutrido grupo de castaños.
Y para mi sorpresa
comenzaron a examinar un hueco que había en el tronco.
Primero se acerco el
macho. Miró en su interior.
Voló de nuevo junto a
la hembra y esta se acerco al hueco.
Lo observó.
Miró en su interior.
Y entró en lo que sería
su nuevo hogar y allí se tumbó y miró hacia el exterior.
Habían encontrado un
lugar donde anidar.
El macho se fue a un
castaño contiguo y se esponjo, feliz de su cometido.
De allí saldría una nueva
familia de herrerillos.
Vi salir en los días
siguientes alguna vez a la hembra y al macho merodear por los alrededores.
Decidí no acercarme al
chopo hasta que pasasen unos días para no molestarlos.
Cuando volví, pasados bastantes días, ni rastro
de los herrerillos.
Se habían ido. Quizás el año que viene volveré a ver alguno ocupando el mismo nido.
Sed felices
Antonio
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