En los últimos viajes
que he realizado en el metro he observado y mirado descaradamente a mi
alrededor y me he dado cuenta de que vivimos en un mundo cada vez mas
distanciados los unos de los otros , más lejano para aquellos con los que no
mantenemos unas relaciones de amistad o de familia. Surge, cada vez que se toca
este tema, la discusión si las técnicas modernas acercan o alejan; si se lee
mas ahora con los móviles o las tabletas que con los libros de papel. Pero lo
que es cierto es que cuando subes a un vagón de metro solo ves ojos puestos en
los aparatos electrónicos y no se desvían de ellos como si mirar a otro
lugar fuese saltarse una norma de
urbanidad.
Y hace falta observar
para darnos cuenta que no estamos solos; nos rodea un mundo de miseria, de
desgracia y desesperación, que aquellos que algo tenemos, no queremos ver y
preferimos mirar a nuestros aparatos electrónicos, a nuestro interior.
Un mundo de silencios acompañados
de una música celestial que llega a los oídos a través de infinidad distinta de
tipos de cascos, pero con oídos sordos a los lastimeros gemidos de aquellos que
quieren hablarnos de sus penas, de aquellos que nos suplican su atención. Y nos
rodean a cientos, incluso cada uno de nosotros puede ser uno de ellos, porque
hay muchas penas distintas en este mundo.
Las más vistas son
aquellas que tienen relación con el dinero, el paro y la falta de tener cubiertas
las mínimas necesidades, que conducen primero al resquemor, ala vergüenza,
luego a ejercitar la mendicidad solicitando unos euros, comida, un cigarrillo,
alcohol, luego cualquier cosa. Y esa desesperación que no queremos mirar o ver,
conduce a caminos tan dispares como el ostracismo, la desesperación, el robo o
el suicidio, esto último de infinidad de maneras distintas que no tienen porque
llevar a una muerte física; a veces esta ultima mucho mejor que una muerte
psíquica y de desesperación.
¿Por qué escribo esto?
Tan sencillo como la presencia de tres indigentes distintos en un espacio de
veinte minutos y seguramente rodeado de algunos más que aun no habían
atravesado el primer estadio de lo dicho anteriormente.
El que más destacaba,
era un hombre al que se le veía desesperado. Doblado sobre si mismo, mirando al
suelo; no se atrevía a levantar los hombros como si una terrible carga recayera
sobre ellos. Sus zapatos, casi botas, recias, miraban hacia adentro, como
señalando el punto a donde sus ojos de se perdían en la desesperación. Ocupaba
un asiento al extremo de la fila. Daba la espalda a todo el que se sentaba a su
lado. Estaba solo; solo y rodeado de gente. Ni una sola vez levanto la vista
hacia mí, ni hacia nadie. Cuando sus manos se desenlazan, abre algo los brazos,
como si quisiera aceptar algo, y vuelve a entrelazarlas. Sigue mirando al
suelo. Así seis o siete estaciones. ¿Cuál será su problema?
Seguro que la falta de
trabajo y de dinero. La desesperación del que desea y no puede dar; desesperación
si hay hijos pequeños a los que alimentar.
Sigue sin levantar la
cabeza, sigue buscando una solución a su problema. Seguramente estará pensando
que la suerte le ha abandonado, que todo está perdido…
Y todos seguimos
mirando a nuestros móviles o escuchando música con la mirada perdida como si estuviéramos
viendo un recuerdo, como si aquel hombre de la cabeza gacha no existiese.
Y realmente para los
que vamos en el metro los hombres de cabeza gacha no existen porque no queremos
verlos; no queremos sentir cerca de nosotros la pobreza. Nos asusta, nos da
miedo que llegue un momento en el que tengamos que enfrentarnos a lo mismo y no
queremos saber nada del hombre de la cabeza gacha, de los hombres de cabeza
gacha. En el fondo con tanto transistor, con tanto adelanto, nos hemos
convertido en maquinas egoístas que solo nos miramos a nosotros mismo y no
queremos ver reflejada en nuestra mente la miseria de los demás.
Sed felices
Antonio
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