Ayer estuvimos andando un rato por las cercanías de la Silla
de Felipe II en El Escorial. Pensé que iba a encontrar más gente paseando, pero
el día gris y frio no invitaba; el silencio en el monte era una delicia, solo
roto de vez en cuando por una leve ráfaga de aire que presagiaba una lluvia que
llegaría mas tarde. Fuimos a despedirnos del otoño. Las últimas hojas estaban
intentando prolongar su estancia en el árbol deseando poder seguir contemplando
las maravillosas vistas de Abantos y los
montes escurialenses. Sus compañeras, caídas ya en la propia alfombra a tejer, no entorpecían su visión.
Hojas, siempre hojas que marcan el paso del tiempo. Relojes
nuevos todos los años que nos marcan poco a poco con horas de color el paso de
las estaciones. Hojas de arboles que eternos viven al sol y duermen en los
fríos del invierno. Me gusta fotografiarlas; son todas iguales, pero cada una
tiene su personalidad. Su estatus dentro de las jerarquías del árbol. Las
ultimas en abandonarlo, las más fuertes, las más arraigadas.
Los robledales eran una mancha gris del tono de las ramas,
salpicadas de vez en cuando por motas amarillas y quizás alguna aun verde que
les daban color. Allá abajo, el monasterio y antes los prados verdes de un
campo de golf jugando con ellos a estampar el paisaje. De vez en cuando, en
mitad del robledal, una mancha de verde oscuro, pequeña, dejaba a la vista un enebro
que la naturaleza espontáneamente ha colocado en el lugar.
Y contrastando con el robledal, en las faldas de Abantos y San
Juan, los pinos dejan su otro tono verde, distinto, casi azulado en la
distancia pareciendo querer señalar las pequeñas manchas blancas de la nieve
que aún queda de la semana anterior.
Todo es paz a nuestro alrededor. Silencio que no nos
atrevemos a romper porque en ese momento no hace falta. Las rocas, engalanadas
ya con sus mantas de invierno, de un verde rabioso, y los arboles con sus
manguitos de líquenes grises nos acompañan; parece que nos persigan en nuestro
paseo.
Unos con formas enrejadas parecen querer obligarnos a no
traspasar el lugar; como cárceles naturales donde las ramas son las rejas;
otros, rasgados por un animal o por la mano del hombre, resisten el embate del
tiempo; aquellos, que refugiados en sitios más cálidos de la espesura, son como
faros encendidos de tonos verdes y amarillos.
Llegamos a una tapia de piedra y desde allí, respetando lo
que ella significa, nos dimos la vuelta a contemplar el paisaje. Delicioso.
Suave y brusco a la vez. Y en cada árbol una hoja o dos, nos recuerdan que el
invierno está a punto de llegar y que debemos despedirnos del otoño. Un otoño
que ha pasado rápido, veloz, casi sin darnos tiempo a empaparnos de él. Y
mañana, cuando lleguen las fuertes heladas invernales y las verdaderas nieves,
lo echaremos en falta, por su calidez y su color. Tendremos que esperar cuatro
meses para que aquí mismo el tono gris desaparezca dando paso a la vida nueva
que surge cada primavera….
Nada más. Espero que os hayan gustado. Sed felices
Antonio
Me ha encantado. Es una verdadera delicia leerte mientras contemplo tus magníficas fotografías; pero, sobre todo, la cuarta y la última. Sublimes. Un abrazo.
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