La comitiva funeraria avanzaba lentamente a la entrada de cementerio bajo un plomizo y oscuro cielo.
Un carruaje fúnebre, totalmente negro en el que solo destacaba un número en blanco, desplazábase recorriendo los metros que separaban la puerta principal del lugar de la sepultura.
Una mujer compungida, acompañada de dos jóvenes, púlcramente vestida, totalmente de negro, con un pequeño tocado desde el que se desprendía como una bandera lacia, sin viento, un enorme velo que le cubría su rostro, caminaba en segunda fila.
Delante de ella, el marido de la difunta, su padre seguro, hombre alto, tieso, delgado, de tez blanca que contrastaba con aquella indumentaria negra, incluido el bombín y el paraguas, caminaba con paso decidido detrás del féretro.
Parecía mirar al frente por encima del carruaje como si el entierro no fuera con él. Una tenue sonrisa salía de la comisura de sus labios, como si estuviese en un acto que producía cierta felicidad. Habían terminado los días de sufrimiento.
Y más atrás, en un profundo silencio, extraño en estos casos, cien o doscientas personas que parecían sacadas del mismo molde, de la misma fábrica, del mismo puesto de trabajo, caminaban con aire apesadumbrado.
Entre ellos, los ancianos, personajes al borde de una jubilación que quizás ya no les sirviese de nada, representaban a los primeros actores del acto que estaban representando.
Eso sí, para ellos, su entierro seria de tres o cuatro personas a lo sumo, diez los más si eran afortunados, y por supuesto el personaje que encabezaba la comitiva no estaría nunca presente.
La tramoya, los más jóvenes representaban el alejamiento, la incredulidad, la distancia natural, la lejanía de un echo solo para mayores. Benditos necios.
Y entre todos, mezcladas unas caras con otras en aquel tropel que avanzaba al paso del carruaje mortuorio, daban la sensación de un cuadro en el que unos días su pintor estuviera completamente ebrio y en otros totalmente lucido.
Destacaba en medio de todo aquel tropel negro un personaje extraño, ataviado con un traje de chaqueta claro que andaba medio perdido en medio de la multitud. No comprendía como aquel anciano que encabezaba la comitiva le podía haber citado en tal momento, indicándole que estuviese en el cementerio a la hora del entierro.
¡Cuán extraños eran los mundos del negocio! ¡Tener que asistir a un sepelio solo por mantener relaciones comerciales! Nunca antes le había sucedido.
Al llegar ante la tumba, el carruaje avanzó él solo unos metros mientras la comitiva se detenía.
El sepulcro, adornado con unos ángeles de alas abiertas y negras, estaba abierto. Gris, casi negruzca, pero pulcra, brillaba la losa de granito como si estuviese recién pulida. Y lo estaba. A su lado montones de tierra indicaban que los enterradores habían realizado su misión. Tierra que veía la luz por un instante.
A su alrededor, cientos de lápidas más modestas rodeaban la de la familia. Más sencillas, incluso algunas con unas simples iniciales, algunas incluso solo tapadas por tierra.
Bajaron el féretro seis personajes con cierta clase, parientes estaba claro de la difunta. Pasaron por delante del caballero y este con un gesto de asentimiento indico la dirección del enterramiento. La mujer, sin retirarse el velo que le cubría la cara, observaba la escena, en un silencio que delataba incomprensión.
Descendió el féretro a su lugar, marcando su llegada con un sonido hueco, como si estuviera vacío; el caballero permanecía pasivo, recto, sin ademán alguno, ni en su rostro ni, en su cuerpo y con la mano en el bolsillo de su gabán negro, acariciando algo que llevaba en su interior...
Mientras todo el mundo se arremolinaba alrededor del lugar, el anciano, mando llamar al hombre del traje gris; se separó del lugar y se colocó detrás de una serie de lapidas que practicamente le ocultaban del cortejo; observo un momento a su alrededor. Los enterradores estaban a la espera de su orden para comenzar a cubrir aquel cuerpo con la tierra.
Cuando llego el caballero del traje claro le dijo: “Buenas tardes Sr Ovejero. Vera que es un buen día para su pago.¡ No!, ¡no diga nada! Aquí tiene este sobre negro, con dinero negro, en el lugar más negro de esta ciudad.”
El hombre del taje claro tomo su sobre, lo guardo en su bolsillo derecho, y respetuosamente dio la mano al caballero con una ligera inclinación de cabeza y pasando por delante de la inhumación, sacó otro sobre negro de su bolsillo izquierdo y lo arrojo al interior de la tumba con un extraño gesto; en su interior solo había escrito una pequeña frase económica y un numero.
Dos lágrimas escaparon de sus ojos, mientras las paladas de arena cubrían el féretro y enterraban el sobre.
Era un sencillo recibí por la compra de un rebaño de doscientas ovejas ovejas negras.
El anciano, todo vestido de negro, volvió hacia el sepelio. Se puso en el primer lugar de la línea de familiares y a partir de ese momento comenzaron las frases de pésame y confortamiento.
Detrás, el ruido de los enterradores sellando la losa continuaba, apagado solo por el roce de los zapatos y el sisear de los labios al dar el pésame.
El hombre del traje gris salía llorando, solo, por la puerta del cementerio: no volvería a ver a sus ovejas...
Comenzó a llover.
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