El camino, recto, sin la más ligera curva discurre a lo largo de una meseta en la que pequeños desniveles ora te quitan la visión, ora te colocan por encima del mundo.
Hace frío, un aire recio y seco golpea contra mi pecho como queriendo detener el andar cansino que tengo después de unos días encamado. No me preocupa; avanzo despacio y me protejo con una bufanda, de esas que llaman braga, desde la nariz hasta el cuello.
Tengo que recuperar el movimiento de mis piernas, luchar contra ese entumecimiento que deja una enfermedad de cama prolongada.
Tengo que recuperar el movimiento de mis piernas, luchar contra ese entumecimiento que deja una enfermedad de cama prolongada.
El sol está bajando a marchas agigantadas en busca de su descanso diario. Las luces cada vez mas tumbadas producen sombras alargadas a lo largo de las orillas del camino, en las que pequeñas matas aun dejan entrever alguna flor y las hierbas secas absorben los rayos luminosos del sol, recordando viejos esplendores.
Sigue mi paso cansino, pero continuo, y mis ojos quieren absorber en cada una de sus miradas la belleza que la tarde proporciona.
Las siembras están sacando los tallos verdes que traerán el grano en verano y marcan el campo como si fuese un maravilloso y desordenado tablero de ajedrez en el que las piezas son los viejos y caducos arboles deshojados que aquí y allá aparecen, mientras que los peones, aun jóvenes, dejan entrever sus vestimentas doradas al sol de la tarde.
Andar despacio tiene la ventaja de poder observar con tranquilidad, fijarte en los más mínimos detalles que el mundo pone a tu alcance mientras das tiempo al espíritu a ser capaz de absorber todo ello.
Las sombras discurren largas y sujetas a sus dueños, bailando con ellos una bella danza, armoniosa bajo las notas rítmicas y desordenadas del viejo viento que baja desde la montaña.
Unas veces el ritmo recuerda una cálida y amorosa canción mientras que otras las ráfagas transforman la danza en un loco torbellino de bruscos movimientos.
Unas veces el ritmo recuerda una cálida y amorosa canción mientras que otras las ráfagas transforman la danza en un loco torbellino de bruscos movimientos.
En el fondo, esas sombras animadas de los árboles son un reflejo de nuestra propia sombra, la sombra del caminante que se mueve al ritmo inconstante de la vida, unas veces envuelta en el loco frenesí de una agitada vida industrial y otras en la calma y la paz de un camino rural, donde la sola compañía del aire te acerca los recuerdos que en ellas se esconden.
Sombras danzantes. Sombras quietas al acecho de cualquier recuerdo que de los oscuros rincones del cerebro se despiertan a cada paso. Rostros que fueron, y que son, asoman poco a poco del interior dormido de un baúl de recuerdos dispuesto a ser abierto con los distintos estímulos que cada paso y cada mirada ofrecen.
Lentamente, pausadamente, paso a paso, los metros del camino discurren.
Las sombras, como pregoneras de la noche, siguen alargándose y el tono de los campos en barbecho es cada vez más rojizo y tenue.
De repente caigo en la cuenta, en un pequeño altozano, que mi sombra se proyecta sobre un campo de mies recién salido. Es la sombra del caminante, pienso, la sombra que me acompaña siempre, la que me recuerda mis andanzas pasadas y la que me alerta de las futuras.
Cuántas veces hemos caído en la cuenta de algo porque la sombra estaba a nuestro alrededor. La caída de una bicicleta, el salto magnifico cuando aun las piernas aguantaban, entre dos peñas. Aquel esconderse inquieto porque la sobra de ella se cruzaba con la tuya y tú te perdías en un montón de colores distintos.
Sombra y yo avanzamos contra el sol que empieza ya a rozar la linea del horizonte. Ella, cada vez mas y mas larga, parece querer desprenderse de mi ya, pero aun no ha llegado el momento, falta llegar a casa y entonces descansará hasta mañana.
La sombra, siempre la sombra que acompaña al caminante.
La sombra del caminante, realmente la única e incondicional, capaz de acompañarte en la alegría y en la pena, acompasando su paso al tuyo, haciéndote grande cuando es necesario deslizándose delante tuyo por terrenos escabroso marcando y señalando el camino, nunca pidiendo nada a cambio.
Miro a mi alrededor y compruebo que con las luces de la tarde me sigue, inmensamente larga sembrado abajo, inmensamente larga como la vida transcurrida, como el camino andado. Mi compañera de sendero de toda una vida anda ya igual de lenta que yo, paso a paso, poco a poco...
La sombra del caminante… siempre la sombra.