Voy andando por el camino.
A derecha e izquierda los campos de cereales van aumentando
en tamaño, pero aun no veo despuntar los granos, pero les debe quedar ya muy
poco.
El camino esta solitario, llevo una hora en él y estoy
completamente solo, tan solo como la primera amapola que me encuentro.
Un poco más adelante, detrás de la primera curva de tierra y
barro, este mes de abril no se parece en nada al del año pasado, un grupo de
amapolas me saca de mis pensamientos de peregrino solitario. Ya no estoy tan
solo. Mi camino se llena con pequeño grupos de amapolas que alegran el monótono
verde de los bordes del camino.
Mis pensamientos está muy lejos, demasiado.
El barro dificulta el caminar, pero decido seguir adelante.
Nubes a derecha e izquierda harían mas prudente darse la
vuelta, pero algún que otro rayo de sol anima a seguir el camino. Un camino
silencioso. No se oye absolutamente nada. Los trinos de los pájaros se han
perdido desde que deje el arroyo y los álamos inmensos que de sus aguas se alimentan.
Hay soledad en el aire. Las amapolas están silenciosas. El aire las mece y sus pétalos
sufren sus embates.
Mi ánimo tampoco está en condiciones. La soledad me
atormenta y las distancias en las que intento pensar también. Mis amapolas
están muy lejos, cada día que pasa más.
Entiendo la soledad de la amapola que crece sola junto a las
gramíneas, refugiándose en ellas. Y entiendo su silencio y su soledad, son como
mi silencio y mi soledad. La única diferencia es que la amapola es bella,
solitariamente bella y solo cuando la ves en compañía de otras congéneres echas
en falta, aun más, la compañía anhelada, la de la distancia y la lejanía.
Mi vida ha discurrido en una inmensa soledad de caminos
llenos de barro, de un barro de lluvias amargas y no buscadas, creadas en
borrascas humanas que se han ido erigiendo a mí alrededor sin yo haberlas
buscado. Duelos, lloros, angustias, sencillamente como cualquier otro humano al
que la suerte ha dejado de lado. Mi soledad me acongoja, y tú tan lejos, eres
incapaz de consolarme en medio de tu egocéntrico mundo destruido por el azar.
Pero, a diferencia de la amapola, quieta ahí, sin poder
desplazarse, esperando su rápido final, a mí me queda la posibilidad de huir y
esconderme detrás de mi propia angustia y aparentar que estoy bien; solo
aparéntalo, porque la angustia sigue ahí, la angustia de la soledad.
Decido dejar el solitario camino y decido dejar la soledad
que él me trasmite. Quiero ver gente a mi alrededor riendo, disfrutando de cada
minuto; sintiendo; quiero… quiero tener la capacidad de superarme a mí mismo y
olvidar la soledad de no tenerte, de no tenerme a mi ismo como cuando tenía
veintitantos y me quería comer el mundo. Ahora solo quiero que el mundo no me
coma a mí.
No quiero esta
sociedad cada vez más fría, más distante, más transistorizada y menos humana.
Me encuentro solo en medio de un mundo que me valora por lo que no puedo hacer,
no por lo que hice. Una sociedad que no se da cuenta que poco a poco del calor del conocimiento y del saber van
desapareciendo poco a poco en un mundo esclavo de unas ciencias cada vez más frías,
menos humanas.
Las maquinas están superando a al propio creador y tanto en el
camino como en un vagón de metro la soledad y el silencio se apoderan de
nosotros. Antes, cuando los vagones de tercera eran de madera, la gente hablaba
unos con otros, se comentaba. Ahora el silencio impera en los modernos trenes
con asiento acolchado que nos conducen, solitarios cada uno de nosotros, de
casa al trabajo sin ser capaces de dar un saludo al vecino del asiento que es
el mismo de ayer o de antes de ayer.
Las amapolas me recuerdan que en el fondo estoy anclado a mi
destino igual que ellas. En la misma soledad que cada una de ellas y que mi
tiempo, al igual que el de las amapolas, es relativamente corto, muy corto.
La distancia, tu distancia, es inmensa, cada día más y el
camino cada vez esta más embarrado.
Sed felices.
Antonio
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