domingo, 26 de noviembre de 2017

Recuerdos de niñez. Las hojas del espino y yo

Ya es tarde. El sol ilumina de vez en cuando las cimas de la Maliciosa pero en la zona de las Hermanitas de los Pobres, en Los Molinos, ya no llega.


Las cimas del Alto del León, Gibraltar y el paso del Arcipreste de Hita ocultan ya un sol dispuesto a esperar al siguiente día para calentar las frías y altas tierras de esta zona.
Un banco de nubes pegadas a las cumbres enturbian más aun el día. El frío se está empezando a hacerse notar y va calando poco a poco en el interior del cuerpo. Me abrocho el anorak y emprendo un paseo, solo, que no durará mas de media hora.


No me importa el tiempo. No me importa el frío. Me importa el silencio, la serenidad de la zona y su belleza y la facilidad de encontrarme a mí mismo; de centrarme en mi e intentar olvidar la falsa frialdad que he mantenido estos quince días de atrás. Mi problema es que soy cálido, no frío
Un espino en mitad del prado, con sus colores de otoño, con sus flores de otoño, me llama; me obliga a ir hacia él; parece decirme que quiere escucharme; entablo junto a él como testigo una conversación conmigo mismo.


Me llegan recuerdos de mi niñez que había olvidado casi por completo. Tomo nota para recordarlos luego en casa y  de toda una vida cuajada de penas y alegrías, de metas alcanzadas y otras por alcanzar aun. 
Recuerdos de personas queridas y de otras amadas. Amigos que lo son y amigos que dejaron de serlo porque no lo eran. (Que tristeza produce el ver que el amigo solo lo era por interés) Años cargados de pesares y angustias que pueden y deben resolverse en tiempos relativamente cercanos.


¡Cuan cortos se hacen ahora junto al espino los años pasados!
Los pinchos del espino me recuerdan aquellos pinchazos que me dio la vida y que es bueno aflorar. 
Una muerte que rondo mi cuerpo  cuando apenas tenía ocho años y a la que en aquel momento vencí momentáneamente; una victoria grande que fue solo el comienzo de una batalla que desde entonces vive una tregua débil y que tarde o temprano se romperá con la derrota decantada hacia mí. Pero asumida, aunque no deseada.


Recuerdo aquel primer día con nueve años en un mes de septiembre, cuando aún no habían comenzado las clases, acostado en una cama en un dormitorio con otras cien camas completamente vacías y sin saber la razón cierta de porque estaba allí. Recuerdo mi llanto. Recuerdo al hermano marista, grande, gigante, le llamaban mamut, que intentaba consolarme, cogiendo una silla y sentándose junto a mi hasta que me quede dormido. Aquella primera noche no la olvidaré nunca.


Y así estuve diez días viviendo en un colegio vacío hasta que mi abuela llego de Tarragona cuando había terminado la recogida de la avellana. Y es de entonces el primer amigo que recuerdo de mi estancia en Gerona: el Dar. Un maravilloso perro mezcla de bóxer y dogo que se hizo mi compañero y que murió antes de tiempo. Compartíamos la merienda y las comidas que no me gustaban cuando se descuidaba la abuela…Me esperaba a la puerta de la casa y sabia de sobras cuando subía por las escaleras.


¡Como vienen los recuerdos buenos y malos alrededor del espino!
En un momento determinado miro su contorno y aprecio la belleza de sus pequeñas hojas.
Forman grupos. Trasmiten serenidad. El frío que llega no les preocupa. Volverán a nacer el año que bien y a teñir de verde la pradera y luego, como ahora, lo harán con colores rojizos.


Me lo quedo mirando. Parece adivinar mi deseo. Una fuerza que no se de donde viene, quiere arrancármelo. ¿Sera el espino?
Mueve el aire sus hojas y me animo a decirle que quiero, si que quiero, con el amor que se puede dar en las puertas de la vejez.


¿A quién? parece que me pregunta.
Le digo que se lo contaré en primavera cuando esté verde de nuevo.
Ahora, pasadas ya unas horas aquí en casa, me arrepiento de haberle dejado con la pregunta en el aire, pero así tendré la oportunidad de hablar con él de nuevo en primavera.
--o0o--


Sed felices, lo demás ni siquiera es importante.

Antonio 

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