Me gusta andar por los
caminos serranos cuando las espigas de los cereales silvestres comienzan a
perder sus semillas y trasladan a la tierra la vida.
Un mundo de multitud de
cañas y cascaras de semillas vacías inundan los bordes y se adentran a veces en
las parcelas abandonadas a la vera de la tierra comprimida por el paso, durante
siglos, de los hombres y los animales.
Hay un compendio entre
vida y muerte para darse la mano en esos instantes. La muerte del cereal
combinado con la vida que aporta en su interior la semilla. Vida y muerte de la
mano, jugando con el tiempo.
A mí, se me ocurre
pensar que esas semillas a punto de desprenderse de sus cascaras pueden
significar de alguna manera la reencarnación de los elementos; pero es solo un
pensamiento fugaz. Quizás es más bonito pensar, como escribía mi amiga Silvia,
que es un intercambio de energía, ya que la materia al fin y al cabo lo es, y
por lo tanto vida y muerte son una trasformación de la misma.
Algunas florecillas
comparten con las espigas la poca humedad que aún queda en el suelo. Sus
colores dan vida al ambiente y rompen la monotonía del paisaje plateado y seco
de las cunetas. Y algún insecto con su vuelo despistado, sobre todo las
mariposas, terminan por confirmar la existencia de vida en los alrededores.
Tendrán que llegar las
tormentas de finales de agosto o principios de septiembre para que veamos de
nuevo convertirse esos laterales del camino en estrechas y verdes praderas
donde comenzaran de nuevo a florecer en un intento ultimo por reproducirse
infinidad de pequeñas flores buscando su sitio.
Y cuando esto suceda no
quedara ni rastro de las espigas caídas al suelo bajo el peso del agua y el
empuje del aire. Habrá que esperar a la llegada de la primavera alta para
verlas surgir fuertes y brillantes de nuevo a la vera del camino.
Quizá tu, Soledad, seas
una espiga en la cuneta.
Sed felices
Antonio
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