Reflexiones tras dos
viajes en metro y un bocadillo de tortilla.
Ayer, al coger el metro
y entrar en el vagón, me encontré de bruces con una guitarra que acompañada por
un estridente altavoz intentaba interpretar unos acordes que las manos que la
tocaban no eran capaces de compaginar con la música.
Mire a la cara a la que
conducían aquellas manos y me di cuenta que aquella persona debía tener la
misma edad que yo y estaba allí porque no podía hacer otra cosa. Y sentí pena,
pero no una pena de compasión, no, una pena profunda por una sociedad que
navega cada vez mas y mas dispersa y con modos egoístas.
Me dejó marcado. Tuve la sensación que un cardo rasgaba mi interior y me clavaba sus pinchos.
Y a la vuelta una flauta
intentaba interpretar fragmentos de las Cuatro estaciones de Vivaldi
transformándolas en todo, menos en lo que realmente eran, acompañadas por una
especie rara de aparato que producía una música algo metálica. Y mire también a los ojos de aquel hombre, también
mayor, y pude comprobar la angustia. Y volví a sentir pena, pero no por el
hombre que ya la lleva consigo permanentemente, si no por la indiferencia que
había en el vagón. Solo una señora seguía con atención la pobre música que
salía de aquellos labios a través de la flauta.
Y lo que me termino
hundir moralmente fue que el único euro que llevaba en el bolsillo, me lo había
gastado en un mísero bocadillo de tortilla, que ya había empezado, y que
envolví de nuevo en el celofán y lo guarde en el bolsillo, para que el delgado
flautista no me viera comérmelo.
A mí no me hacía falta
haberme comprado aquel bocadillo y a aquel flautista le hacía falta no solo el
bocadillo, sino también el euro.
Si, ya se que cada uno
de nosotros no podemos ser el estado o una sociedad benéfica, pero deberíamos
pensar mas y no escurrir el bulto, hacia dónde camina una sociedad cada vez más
injusta con los que no han tenido suerte, con los que les falta lo esencial. Y
no queremos mirar porque en el fondo tenemos pánico que nos pase lo mismo que
al guitarrista o al flautista; tenemos miedo, creo que esa es la razón
fundamental. Por lo menos a mí, y no me asusta decirlo, me da pánico tener que
coger un instrumento o un cartel y ponerme a pedir por la calle.
Y aunque se sabe que
entre todos ellos hay mucha mafia y mucho pedigüeño ficticio que se aprovecha
de la miseria de los demás, lo cierto es que en muchos ojos se ve el
sufrimiento y la miseria.
Y pienso, que de aquí
en adelante, cuando pase por el puesto de bocadillos a un euro de la estación
del metro, me vendrá siempre a la memoria el flautista y el bocadillo guardado
en el bolsillo.
Sed felices.
Antonio
En ocasiones me he preguntado cómo serían las fotos que Antonio Banús haría a la gente, a las personas. Sus paisajes, sus flores, sus insectos, sus castillos e iglesias, sus cielos brillantes o nublados desvelan cómo es capaz de mirar la mirada humana, con la delicadeza de quien no trata de importunar a la vida en su discurrir. Sería la misma mirada con que miraría a la mujer, al hombre a quien mirara a través del objetivo de su cámara. Una mirada que delataría al otro que nos ve.
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