Líneas rectilíneas.
Excesivamente rígidas, excesivamente monótonas. No permiten otro movimiento que
el suyo propio y solo, cuando desaparecen de tu vista se expanden en
misteriosas bóvedas de cañón de los mas diversos colores.
Líneas plantadas por el
hombre para marcar caminos, distinguir lindes y ensombrecer los días calurosos
del estío para los que por debajo circulen se protejan de los rayos abrasadores
del sol. Enormes bóvedas de crucero realizadas a base de ramas y hojas, como
inmensas capillas donde el caminante, encerrado en ella, pueda alzar sus oraciones.
Soledad al fin y al
cabo en las interminables caminatas bajo ellos cuando andas solo, en un
desierto verde y blanco, o marrón y gris, dependiendo del tiempo que lleves
caminando, como en la vida, que se pasa del cabello de color a una cana
irreversible que marca el destino que llega.
Líneas paralelas
enfrentadas como la vida misma. Caminamos en los mismos espacios pero uno delante
y otro detrás, unas veces en el mismo sentido y otras en sentido contrario. Y
en estas ocasiones, cuando disponemos de unos minutos para saludarnos, la línea
cuadriculada de la educación y la tradición no nos permiten llegar a donde
queremos.
¡Ay! Soledad, caminamos
por los mismos caminos y da la sensación que cada uno vamos por detrás de una línea
de árboles y no somos capaces de vernos entre ellos; tan rígida es nuestra educación,
tan rígidos nuestros cimientos, tan cuadriculados, que no puedo abrazarte, ni tú
a mí, porque nos saldríamos del paralelismo impuesto por la sociedad.
Y me pregunto: ¿Vale la
pena prescindir de momento así?¿Hay que estar quieto como cualquiera de los
arboles de una alameda porque no somos capaces de romper la línea paralela que
nos separa?
Que sensaciones más
extrañas cuando te tengo cerca y tengo que contentarme con mirar las paredes y
las lámparas, hablar de temas inocuos, sentir que se pasa el rato y todo sigue
exactamente igual que al principio, como las líneas de esas alamedas.
Me siento como esos árboles
que están ahí quietos, castigados por un destino que los ha fijado al suelo sin
poder moverse, sin poder caminar. Viven mirando siempre al mismo lugar, viendo
constantemente solo a su vecino árbol, que esta tan inmóvil como él. Esos
árboles que no abraza nadie, como nadie me abraza a mí.
Me encantaría abrazarte,
Soledad, y que tu abrazo se fundiese en nuestros cuerpos ya viejos, pero vivos,
conocedores de casi todo y capaces aun de hacer gemir en un placer lento y
consentido. Pero…
Las alamedas están hoy
desprovistas de sombras. La luz mortecina de un día frío de diciembre quizá
haya influido en mis pensamientos ensombrecidos por una niebla baja y fría.
Sed felices.
Antonio
No hay comentarios:
Publicar un comentario