Subiendo por un arroyo seco, donde solo los restos de un tronco de pino caído revelan la importancia que puede tener este en días de tormenta o de deshielo.
Y en su cauce y en sus riberas en un día de finales de agosto comencé a trepar por él, buscando algo sin saber muy bien lo que buscaba, o si me buscaba a mi mismo, y encontré, como no en estos días, las espigas y las flores secas correspondientes al mes de agosto.
Se preguntará más de uno de vosotros porque de mi insistencia en sacar espigas y pequeñas plantas que están entre la vida y la muerte, entre el principio y el fin de sus días.
Lo cierto es que en ellas está la esencia de la vida misma, un ejemplo de la continuidad de los seres, la permanencia de la especie, la lucha por el devenir, la constancia. Y soy yo en mis caminatas solitarias el que se pregunta constantemente por el misterio de la supervivencia de generación en generación de todas ellas.
Desde espigas que tienden puentes entre ellas a pequeñas flores que una vez cumplida su misión se apoyan en las primeras formando un puente de mutua amistad, de mutuo apoyo. Y en mitad del claro, sobre las rocas de granito del sistema Central, los musgos y los líquenes acompañados de pequeñas plantas carnosas cuentan la misma historia: supervivencia, trasmisión a la siguiente generación.
Y en cada semilla hay una memoria escrita no sé donde que hace que la nueva planta sea igual a sus antecesores, que sepa cuándo debe germinar, crecer y morir.
Todas las plantas que veréis en esta entrada están fotografiadas siguiendo el curso del pequeño arroyo seco. Una zona de pinares mediterráneos, con los suelos dominados por la pinaza, secos, y los claros por las zarzas y la broza.
Son parte integral del paisaje veraniego, aunque muchas veces pasen desapercibidas tanto las pequeñas plantas como los lugares.
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