Estaba detrás de su ventana esperando la hora en que el muchacho que la cortejaba se dejara ver a través de las flores que caían de las macetas que su madre cuida con esmero durante toda la primavera para que la fachada de la casa pareciera un jardín.
Los claveles y los geranios junto con las gitanillas compartían un lugar en cada uno de los tiestos que colgaban de la reja de los suspiros.
Si, reja de los suspiros, a la que le viene el nombre por los suspiros que daban los enamorados cada vez que entre la cortina de flores veían pasar a su amor.
Sabía ella que si su padre la veía charlando tras la reja con el mozo en cuestión la castigaría y la encerraría en su alcoba, sin flores, sin farolillos que la alumbraran.
Si su padre estaba en la casa, el tiesto de la derecha tenia flores oscuras. Si estaba sola, unos maravillosos geranios de color de rosa. Las flores se cambiaban de sitio casi todos los días. Era una forma más de engalanar de una manera diferente los muros de la casa, de darle mayor riqueza.
Y así pasaban los días, la primavera, uno detrás de otro. Tiesto rojo, tiesto rosa, guiño, mirada a los ojos, roce de manos desde la distancia de la ventana a la reja de la fachada. Palabras susurradas de tal forma que parecía que eran las flores las que la recibían. Suspiros, deseos ardientes y pasiones frenados por la reja.
Promesas que el tiempo diría si se cumplirían o no. Miradas picaras y emociones tras cada una de ellas. Todo ello con cuidado, vigilantes…
Pero llego el desastre. El balcón de las flores más hermosas de la casa, por donde ellos dos solo podían verse a través de los pequeños huecos que dejaban las flores y en donde los dos amantes charlaban animadamente en la ventana alumbrados bajo un farolillo que sobre ella había.
No le vieron llegar; el padre cogió al muchacho por el cuello de la camisa lo lanzó calle abajo, gritando, furioso, amenazando.
Ella atónita por cuanto había ocurrido al otro lado de la reja de los suspiros comenzó a llorar desconsoladamente, tristemente, agónicamente. Sabía que de ahora en adelante su amor tendría vetado el acercarse a la reja para oler las flores y oler el perfume de ella.
Entro el padre. Grito colérico. Chillo. Mando venir a la madre y la ordeno que su hija a partir de aquel momento y hasta la primavera siguiente no se asomara al balcón de la reja, que permaneciera en su cuarto y que en su ventana no hubieran flores y que el farolillo fuese quitado de cuajo.
Así mismo indico que solo se abriese por las mañanas medio postigo para ventilar y que la cortina pendiese como celosía entre las rejas ocultando cualquier asomo que su hija pudiera hacer desde su ventana del cuarto.
Rápidamente se quitaron las macetas de la ventana; el farolillo se rompió al descolgarlo, y un silencio sepulcral se extendió por la casa. Ni siquiera en el patio se oía el rumor de la fuente, ni el trinar maravilloso del canario. La casa se volvió triste y las flores con los calores del verano se ajaron.
La niña en su melancolía moría poco a poco; ni siquiera una rosa que aparecía todas las mañanas en la fachada de enfrente conseguía reanimarla. Fue durmiendose poco a poco, murió lentamente.
Y todos los días, después de aquellos sucesos, durante muchos años, siguió apareciendo allí la rosa, durante años; incluso meses después que él muriera.
Asombroso. Sencilla historia. Córdoba contagia con sus imágenes. Saludos.
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