jueves, 21 de abril de 2016

La amapola solitaria.-

Voy andando por el camino.
A derecha e izquierda los campos de cereales van aumentando en tamaño, pero aun no veo despuntar los granos, pero les debe quedar ya muy poco.


El camino esta solitario, llevo una hora en él y estoy completamente solo, tan solo como la primera amapola que me encuentro.
Un poco más adelante, detrás de la primera curva de tierra y barro, este mes de abril no se parece en nada al del año pasado, un grupo de amapolas me saca de mis pensamientos de peregrino solitario. Ya no estoy tan solo. Mi camino se llena con pequeño grupos de amapolas que alegran el monótono verde de los bordes del camino.
Mis pensamientos está muy lejos, demasiado.





El barro dificulta el caminar, pero decido seguir adelante.
Nubes a derecha e izquierda harían mas prudente darse la vuelta, pero algún que otro rayo de sol anima a seguir el camino. Un camino silencioso. No se oye absolutamente nada. Los trinos de los pájaros se han perdido desde que deje el arroyo y los álamos inmensos que de sus aguas se alimentan. Hay soledad en el aire. Las amapolas están silenciosas. El aire las mece y sus pétalos sufren sus embates.


Mi ánimo tampoco está en condiciones. La soledad me atormenta y las distancias en las que intento pensar también. Mis amapolas están muy lejos, cada día que pasa más.


Entiendo la soledad de la amapola que crece sola junto a las gramíneas, refugiándose en ellas. Y entiendo su silencio y su soledad, son como mi silencio y mi soledad. La única diferencia es que la amapola es bella, solitariamente bella y solo cuando la ves en compañía de otras congéneres echas en falta, aun más, la compañía anhelada, la de la distancia y la lejanía.
Mi vida ha discurrido en una inmensa soledad de caminos llenos de barro, de un barro de lluvias amargas y no buscadas, creadas en borrascas humanas que se han ido erigiendo a mí alrededor sin yo haberlas buscado. Duelos, lloros, angustias, sencillamente como cualquier otro humano al que la suerte ha dejado de lado. Mi soledad me acongoja, y tú tan lejos, eres incapaz de consolarme en medio de tu egocéntrico mundo destruido por el azar.


Pero, a diferencia de la amapola, quieta ahí, sin poder desplazarse, esperando su rápido final, a mí me queda la posibilidad de huir y esconderme detrás de mi propia angustia y aparentar que estoy bien; solo aparéntalo, porque la angustia sigue ahí, la angustia de la soledad.


Decido dejar el solitario camino y decido dejar la soledad que él me trasmite. Quiero ver gente a mi alrededor riendo, disfrutando de cada minuto; sintiendo; quiero… quiero tener la capacidad de superarme a mí mismo y olvidar la soledad de no tenerte, de no tenerme a mi ismo como cuando tenía veintitantos y me quería comer el mundo. Ahora solo quiero que el mundo no me coma a mí.


 No quiero esta sociedad cada vez más fría, más distante, más transistorizada y menos humana. Me encuentro solo en medio de un mundo que me valora por lo que no puedo hacer, no por lo que hice. Una sociedad que no se da cuenta que poco a poco  del calor del conocimiento y del saber van desapareciendo poco a poco en un mundo esclavo de unas ciencias cada vez más frías, menos humanas. 

Las maquinas están superando a al propio creador y tanto en el camino como en un vagón de metro la soledad y el silencio se apoderan de nosotros. Antes, cuando los vagones de tercera eran de madera, la gente hablaba unos con otros, se comentaba. Ahora el silencio impera en los modernos trenes con asiento acolchado que nos conducen, solitarios cada uno de nosotros, de casa al trabajo sin ser capaces de dar un saludo al vecino del asiento que es el mismo de ayer o de antes de ayer.


Las amapolas me recuerdan que en el fondo estoy anclado a mi destino igual que ellas. En la misma soledad que cada una de ellas y que mi tiempo, al igual que el de las amapolas, es relativamente corto, muy corto.

La distancia, tu distancia, es inmensa, cada día más y el camino cada vez esta más embarrado.
Sed felices.

Antonio 

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