Ayer tarde, después de la nevada matinal y cuando ya el sol volvía a palidecer en el horizonte, salí a darme una vuelta con mi inseparable amiga colgada del hombro. Tarde fría, limpia, con restos de nieve en las zonas umbrías pero con los campos ya limpios y verdes.
Poca luz y poco que fotografiar en el camino elegido. Un rebaño de vacas, un niño con un perro pequeño y negro asustado por la proximidad de dos erales, mas asustados aun que el perro. Unas montañas blancas y doradas por los últimos rayos de sol. Y el frio que vuelve a hacer acto de presencia.
A los bordes del camino, pequeñas y grandes matas que han quedado como vestigio de unas horas calurosas que ya quedaron muy atrás. En ellas la luz del ocaso da tonos suaves se acuna en sus restos para deleitarnos.
Si, ya se, son mis cosas pequeñas, pero vais a ver que siempre ofrecen algo.
Llevamos varios días de heladas pero aún quedan fuerzas para intentar sacar las últimas flores adelante, como si existiese la obligación de alimentar a algún insecto que ose a volar en estos gélidos días del otoño largo. Y otras, sin flores, con sus colores ponen el tono de resentimiento a tener que dormirse por una temporada.
La noche esta avisando de su llegada y el frio empieza a ser más fuerte. Una ligera brisa baja de la montaña y pienso en las flores y semillas que aún quedan en pie. Esta noche la helada va a ser de órdago a la grande. Más vale no pensar en eso…
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