sábado, 20 de diciembre de 2014

La escalera. (Relato corto)




El carrito avanzaba al paso del hombre que iba delante, tirando de él con desgana. Una compra ligera, huevos, ensalada, café, pastillas para el lavavajillas, y algún que otro pequeño articulo y, cómo no, una hermosa y reluciente lechuga que sobresalía en parte por la parte alta del carro.
La soledad del personaje se mostraba manifiesta con su condición de soltero empedernido, viejo y gruñón, carente de amistades fieles y entregado a una rutina diaria que comenzaba por su aseo con una ducha de agua fría, hiciese la temperatura que hiciese en el interior de su vivienda.
D. Paco, que así se llamaba el vecino, tenía una mujer que venía todos los días a su casa un par de horas a media mañana. Le preparaba la comida, le hacia la cama y le arreglaba un poco los papeles que escribiendo había dejado encima de la mesa, desordenados, pero eso si numerados para poder seguirlos al día siguiente.
Los lunes, la mujer descansaba y Paco disfrutaba de su soledad completa durante todo el día. Esta semana la mujer llevaba tres días sin aparecer debido a un inmenso catarro que la tenia postergada en casa. Fue por ello, por lo que él tuvo que ir a la compra para poderse preparar una comida caliente que iba a consistir en una ensalada apetitosa, incluso con cebolla y algunas aceitunas, y un huevo frito con chorizo, su plato favorito que, aunque tenía prohibido, era el manjar seleccionado para los días de completo aislamiento: fácil, bueno y rápido.
El carrito seguía avanzando a su paso, con un ligero traqueteo cada vez que una baldosa de la acera estaba un poco más alta o más baja que el resto, cosa bastante normal por cierto.
Llegó al portal. La llave como siempre se resistía a abrir la cerradura. Había que tantear un buen rato y, con un poco de suerte, se entraba. Si no, no quedaba más remedio que llamar a una de las vecinas. Pero no fue el caso. La puerta cedió a su empuje y Paco se encamino hacia el viejo ascensor.
Sus ojos no daban crédito a lo que veían. De nuevo un cartel de NO FUNCIONA colgaba de la puerta.
Miro el primer peldaño y miro al carrito. Habría que hacer un esfuerzo y subir hasta el tercero. Poco a poco, pensó, sin esfuerzo, descansando en los rellanos o en mitad de un tramo, pero había que subir. Al fin de cuentas no serían más de cincuenta y cuatro escalones.
El carrito que durante todo el camino fue un noble acompañante, se convirtió de repente en un tozudo y pesado enemigo, que no ponía nada de su parte.
Primer tramo de peldaños. Se ha subido relativamente bien. Un pequeño esfuerzo, pero bien.
Segundo tramo de peldaños y estamos a mitad de camino de la primera planta, que es la más alta, pensaba y rumiaba D. Paco.
Unas pequeñas gotas de sudor comenzaban a resbalar por su frente cuando llegó a la primera planta. Decidió pararse; descansó dos minutos deseando que no se abriese ninguna puerta. No tenía ganas de conversación.
Paco, sabía que en esa planta vivía el abogado con una mujer que no estaba muy claro si era su esposa o no. En la puerta del centro, unos estudiantes se hacían notar más por las noches de fines de semana que otros días.
En la tercera puerta, en la de la izquierda, doña Clara, con su moño siempre perfecto, rigurosamente de negro desde la muerte de su marido, subía de vez en cuando a saber cómo estaba y le solía regalar unos bollos o unas galletas. Pero gracias a Dios, pensó D. Paco, jamás entraba en su casa.
Las ruedas del carrito parecían querer trabarse con el vuelo de los peldaños.
Estaba a la altura de la ventana que daba al patio entre el primero y el segundo. Siempre le hacían gracia aquellas ventanas de la escalera. Demasiado altas para ver y para limpiar pero, eso sí, daban algo de luz.
Aquí se detuvo de nuevo. Se relajó unos instantes, inspiro profundamente y se acordó del fabricante del ascensor.
Termino su subida a la segunda planta. Debajo de él, vivía Rosana. Una joven a la que comenzaba a pasarle el tiempo, pero de la que Don Paco estaba profundamente enamorado; un amor que ni el mismo quería reconocer.
Se paró a descansar en la meseta más tiempo del acostumbrado. El silencio era total en el inmueble.
En el centro del segundo vivían unos recién casados que nunca estaban en casa. Los fines de semana, sabía D. Paco, ella esperaba en el portal con una pequeña maleta y salían de viaje. Él, el marido, trabajaba en una gran empresa y debía ganar dinero por el modo de vida y los signos externos.
En el segundo izquierdo, no vivía nadie. Bueno si, pero no. Era de un señor de Valladolid que aparecía por su casa misteriosamente una vez al mes y duraba su estancia como mucho tres días, nunca más. El motivo su mujer. Esta vivía en una silla de ruedas desde un accidente de circulación.
D. Paco alargó su estancia en la segunda planta, pero allí no se movió ninguna puerta. Rosana debía estar en el trabajo y el resto de los pisos vacios.
Se encaminó a la escalera. No quiso mirar a los peldaños. Sabía que había dieciocho peldaños repartidos en tres tramos.
Inició el primero. El carro parecía ya de hormigón y sus ruedas que tuviesen un pegamento que se enganchase a las tabicas. Llegó a la ventana intermedia. Estaba abierta. Un aire frio entraba por ella. Alargo la mano y le dio un empujón a la hoja para que se cerrase, pero la corriente que venía del exterior volvió a abrirla. No se llegaba a la manilla.
Ascendió unos peldaños más para no quedarse debajo de ella y se detuvo a descansar.
Solo quedaban seis peldaños para llegar a su rellano.
De repente escuchó ruidos en el portal. Sonó la puerta del ascensor. Se oían voces dando órdenes y solicitando algo. Luego silencio por un instante.
Decidió D. Paco que era el momento de volver a subir los peldaños. Solo eran seis. Le parecían un mundo. Respiró profundamente y tirando del carrito comenzó a subir lo que le quedaba de escalera.
Frente a él, en el tercero izquierda, vivía el músico. Gracias a Dios no practicaba ningún instrumento horripilante y ruidoso. En verano, cuando todas las ventanas estaban abiertas, se le oía de vez en cuando practicar alguna parte de una partitura que debía interpretar con la orquesta.
Junto a su puerta, en la del centro, vivía el médico. De vez en cuando el doctor se interesaba por él, pasaba a charlar un rato y a saber qué tal se encontraba. Excepcionalmente, cuando D. Paco se sentía predispuesto al contacto social, incluso jugaban alguna partida de ajedrez, que normalmente no se acababa por la llegada de una llamada urgente de algún crio que venía al mundo sin avisar, así de repente. En el tablero se quedaban las fichas colocadas y D. Paco colocaba una moneda para recordar a quien le tocaba jugar.
Estaba poniendo el pie en el rellano del tercero cuando un sonido muy conocido se dejo notar.
El ascensor estaba funcionando.
Su corazón se puso a latir desmesuradamente. Sus ojos parecían que se iban a inyectar de sangre. Decidió llamar al administrador para organizar una reunión de vecinos y cambiar el ascensor.
Saco las llaves de su bolsillo y ya andando tranquilamente se acerco a la puerta de su casa dispuesto a entrar en ella y descansar.
Introdujo la llave en la cerradura y esta como siempre abrió sin la menos dificultad.
D. Paco se sentía ligero, con una sensación de tranquilidad después del penoso subir por la escalera con el carrito detrás.
Dio, la luz. No la volvió a apagar, pues se dio cuenta que no le hacía falta.
En el hall un extraño cuadro de tonos rojizos enmarca la pared frente a la puerta y justo debajo de él un arcón con muchos años soportaba cuatro marcos con sus correspondientes fotos. La de sus padres recién casados a la derecha. Recibiendo el titulo en el centro y dos más pequeñas a la izquierda, las de sus dos grandes amigos ya fallecidos.
Dejo el carro junto a la puerta y se dirigió l salón. Allí en la librería el equipo de música seguía encendido pero no emitía ningún tipo de melodía. D. Paco lo miro extrañado. ¿Se habría estropeado? Se acerco a él y apretó el botón de paro. El aparato no respondía.
Se acerco al ventanal. Una luz cegadora entraba a raudales. Corrió las cortinas y pareció que la calma volvía de nuevo a la vivienda. Se sentó en el sofá unos instantes observando su librería. Le gustaba mirar a sus libros, tocarlos, pasarle la mano por los lomos, como si en ellos tuviese su más preciado tesoro. Se acordó de sus primeros estantes con los libros de la Universidad recién terminada la carrera. Luego aquellos otros comprados en distintas librerías e incluso en los casetones de la Cuesta de Moyano, allí junto al Retiro y el paseo del Prado.
Le gustaba recordar aquellos ratos de inicio de sus nuevos libros en los que contactar con sus hojas, ver el estilo de letra, comprender su significado le llenaban de gozo.

Hizo ademan de ir a coger uno de los libros pero se acordó de su carrito y de su comida.
Se levanto del sofá, y deshaciendo los pasos dados, cogió de nuevo el carro, que ahora le parecía ligerísimo, y se encamino hacia la cocina. Seguía sin dar la luz, no hacía falta, el piso parecía iluminado por una luz impalpable pero fantástica. Pensó que se debía al esfuerzo en subir la escalera. Luego llamaría al médico y que le tomase la tensión.
De repente se dio cuenta que no tenía hambre. ¡Extraño! pensó. A estas horas su cuerpo se quejaba ya de la abstinencia desde el desayuno. Quizás tendría que subir más veces la escalera a pie.
Estando en estos pensamientos y antes de empezar a colocar todo aquello que llevaba en el carro, oyó gritos y ruidos que provenían de la escalera.
Algo tenía que haber pasado en ella para que se diesen aquellas voces. Lo curios, pensó, es que le llamasen a él. ¡Ay D. Paco! se oía repetir constantemente. Nunca las vecinas del cuarto le habían reclamado para nada y le extrañaba sobremanera.
Siguió sacando las cosas del carro y colocándolas en su sitio.
¡Ay D. Paco! se repetía constantemente y decidió entonces salir al rellano a ver qué es lo que pasaba.
Abrió tranquilamente la puerta y vio a las vecinas del cuarto y al doctor alrededor de un cuerpo que estaba delante de su puerta tendido en el suelo. Lo tapaban, no podía verle la cara y en el rellano un poco mas tras había un carrito parecido al suyo, tumbado en el suelo dejando ver parte de su contenido esparcido por las maderas del suelo.
¡Ay, D. Paco! Gritaba desconsolada la del cuarto.
De repente el médico se levanto y cogiendo a la vecina por el brazo la hizo entrar en casa para darle un calmante.
Entonces D. Paco se dio cuenta que el que estaba en el suelo era él. Aterrado quiso huir de la escena pero algo le impedía moverse. Salió de nuevo el doctor y paso rozándole sin darse cuenta de su presencia. Estaba aterrado.
El médico llamaba a los servicios de emergencia: “si, si, ha sido un infarto agudo debido a un gran esfuerzo. Si no hay pulso ni respiración. Hemos intentado reanimarle, pero no ha respondido.”
Entro el doctor en su vivienda y salió a los dos minutos con una sabana con la que tapó el cuerpo de D. Paco. Dentro se oía a la vecina que seguía emitiendo constantemente la misma frase ¡ay, D. Paco!
D. Paco de repente perdió el sentido de su realidad y se desmayo, justo en el momento en que oía al doctor decir: ¡Pobre, pobre D. Paco! Seguro que hoy iba a comer sus huevos fritos con chorizo. Ya no volverá a hacerlo.
La siguiente vez que recobro el sentido D. Paco estaba en un mundo nuevo, desconocido, extraño, donde no había huevos fritos con chorizo... aunque pensó que  ya no le apetecían…
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Madrid, 20  diciembre de 2014

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