Querida Soledad:
buscando estaba en un libro, quizás intentando encontrarme, cuando he tropezado con un soneto, que me ha hecho pensar en ti y en mi a la vez. Tu porque no estás conmigo, yo porque estando alli donde estas, te siento.
El soneto nació de la pluma de Juan Fernández de Rojas, un neoclásico, y su primera estrofa dice así:
Cuantas veces los ojos pongo, atento,
en lo inconstante del rapaz Cupido,
y a la caterva de quien es seguido
veo llorar en mísero tormento,
La estrofa se las trae. Por un lado el olvido, por otro los amores no correspondidos. ¿Me recuerda algo? Quizás tus sentimientos y los míos que se alejan por un Cupido descuidado que hirió con dardos mal apuntados o de un coste tan bajo que su herida cicatriza demasiado rápido. ¡Ay! Este Cupido maldito que alienta y deprime, que es capaz de organizar en un instante una maravillosa sinfonía de color y aroma con sus flechas y al segundo siguiente, cuando el dardo lanzado con tal ímpetu deja el cuerpo de la víctima después de atravesarlo, hacer de todo alrededor un hedor miserable de negrura.
Me pregunto ¿Por qué, Cupido, me lanzaste el dardo tan tardío? ¿Por qué, cuando la imposibilidad hace que la flecha rompa lo que crear quisiste?
La siguiente estrofa del soneto es como sigue, Soledad:
o bien, de breve rato algún contento
que al dueño de su amor han merecido,
celebrar con voz grata, a diestro oído
acorde resonando el instrumento,
Los pequeños ratos que podemos pasar juntos, músicas celestiales que resuenan en el alma, pues aunque tú no te enteres, aunque tus ojos no me miren, mi corazón vibra en ese momento. Resuenan los instrumento porque estas cerca; la sinfonía de notas son un fantástico acorde. Solo me asusta el momento en que te pierdo. El aplauso final del resto del público se convertirá en un despertar y volver a la realidad maldita. ¡Que delicia de sentimiento cuando estas a mi lado! ¡Qué tormento cuando te vas y desapareces…!
La tercera y la cuarta estrofa rematan el soneto de la siguiente forma:
complázcome en mi suerte venturosa,
exento del amor y sus arpones;
y en verso alegre, pastoril, sonoro,
canto el fino granate de la rosa,
o el subido volar de los halcones:
no canto amores ni esquiveces lloro.
Y es en estas dos últimas estrofas, cuando te das cuenta que el que ha escrito el poema ni conoce a Cupido ni conoce las consecuencias de sus dardos mal apuntados.
No sufre ni padece el que ha tenido la desgracia de no haber conocido la herida de la flecha envenenada, unas veces incrustada profundamente de tal forma que es imposible arrancarla y otras, muchas más, solo hieren superficialmente.
¿Por qué Cupido dispara sus flechas sin fijarse sobre quien apunta? ¿Por qué me hiere a mí y a ti ni siquiera te roza?
Muchas veces pienso que Cupido debe ser muy amigo de Baco y que este le lleva por mal camino, tanto, que cuando deja su compañía lanza sus dardos con tal desatino que hiere haciendo unas veces reír y otras llorar, como dice el poeta que escribe sobre el amor sin ser consciente de su sentido.
Que lastima derrochar tanto talento en un soneto escrito sobre un sentimiento sin poseerlo.
¡Cupido, en el mundo de los muertos lánzale al poeta un dardo para que por lo menos allí conozca el amor, en sus dos vertientes: la del gozo y la de la lágrima que mata poco a poco.
Que cada uno tome nota ante un flechazo de Cupido: si acierta a dos a la vez, fantástico, en el momento justo; si solo acierta a uno, risas y lágrimas se mezclarán en una sola música desentonada.
Se feliz, Soledad, a ti no te lanzó el mismo dardo que a mi.
Antonio
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