El jardín de casa de mi madre es un jardín seco. No hay césped y los dos perros que tienen campean a sus anchas por él. Muchos árboles y setos que nos dan una gran sombra en verano, pero que no dejan que la luz del sol haga crecer a las peras y los membrillos.
Hay rosas maravillosas unas de un rojo intenso y otras de tonos rosas y blancos entremezclados que además huelen bien.
Y en una maceta sobre el pretil de piedra que rodea el porche de atrás, junto a la pequeña piscina, muy cerca del pozo y del magnolio, hay un tiesto grande que da cobijo al geranio griego. Un geranio que mi madre se trajo de una de las islas griegas y que cortó como esqueje. Lo tuvo en agua en un vaso en el hotel y envuelto en papel de servilleta y en el bolso llego a Madrid.
De esto hace ya muchos años, por lo menos catorce y aunque el geranio sigue produciendo flores y huele como si fuese un nardo no consigue desarrollarse mucho. Me da la sensación que el aire seco de la sierra y los fríos del invierno, aunque mi madre lo ponga dentro del porche, pueden con él.
Si estuviésemos en Andalucía me dirían que es una gitanilla. A mí me gusta seguir llamándolo el geranio griego pues ese es el nombre que en su día le puso mi madre que sigue saliendo al jardín a sus noventa y cuatro años.
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