Ayer domingo, aunque la luz del día no invitaba a ello, me fui a pasear al Jardín Botánico de Madrid acompañado por mi máquina de fotografiar y mis pensamientos.
Soledad invernal
La luz no era la ideal. Había amanecido un maravilloso día que según fueron pasando las horas se enturbió con una capa gris, sucia diría yo, de nubes que no ayudaba en nada a sacar fotografías. Pero como yo soy más empecinado que nadie, decidí que se debían hacerlas y tener el recuero del paseo.
Iris germánica, florecido en enero.
El botánico madrileño es un lugar ideal para pasear acompañado o en soledad. Ayer tarde fui solo y el jardín estaba prácticamente vacío. Paseabas por las calles silenciosas, solo roto ese silencio por los ruidos lejanos de los coches del Paseo del Prado y por el chillido espantado de algún mirlo que salía violando de detrás de algún seto. Y de las cotorras, claro.
Ceratostigma Willmottianum
La soledad del paseo es un reencuentro con uno mismo. Sensaciones que te acompañan en cada paso y que se hacen distintas en cada recodo. Momentos de tristeza o de angustia se dan la mano con aquellos otros de alegrías, la niñez y la vejez pasean juntos, como si el tiempo no no tuviera un lugar en el recuerdo. Nada interrumpe la contemplación del jardín en invierno; nada interrumpe los recuerdos y los pensamientos.
Invierno pleno
La máquina de fotografiar se ha convertido en un elemento más de mí, es un miembro más del cuerpo, el Tercer Ojo, un lugar donde almacenar sensaciones de formas, de tonos, de colores… Es un órgano mas, autónomo, que solo actúa ante sensaciones, normalmente, de belleza que no tienen por qué ser estrafalarias o imponentes. Los ojos aprenden a buscar lo que al corazón le gusta. El color y la forma no tienen por qué ser perfectas, ni siquiera estar enfocadas si, en su luz y su color, hay sentimiento.
El fruto de un rosal trepador
No sé si las que voy a poner lo consiguen, pero os aseguro que cada vez que apreté el disparador de la máquina había un recuerdo en cada foto, que abarcaban desde la niñez hasta ayer mismo…
Comienzan a soltar las semillas
Las mazorcas estan ahí escondidas
Las mazorcas. Aun recuerdo en los campos de Tarragona aquellas plantaciones pequeñas de maiz para alimentar a las gallinas. Habia una maquina, que a mi me encantaba hacer funcionar, donde tirabas la mazorca pelada y salian los granos por un lado, partidos para darselos a las gallinas. Y cuando las gallinas la oian se armaba un alboroto tremendo pues sabian que les llegaba la comida. No eran gallineros industriales como los de ahora; no, las gallinas andaban por alli y cada una ponia los huevos donde le daba la gana. ¡Que huevos!
La flor valiente de un haba o de un guisante
La voluntad de vivir
En unas especie de árboles más que en otras las hojas tienden a mantenerse en las ramas. ¿Será ley de supervivencia? No lo sé.
De lo que me enteré el otro día es que las hojas se ponen marrones o negras, no porque se hayan hecho viejas y llega el frío, sino porque el árbol ha extraido de ella todos los nutrientes necesarios para que tronco y ramas tengan reservas para pasar el invierno.
Racimos de semillas esperando una fuerte racha de viento
Como bombillitas de un árbol de Navidad
Este árbol siempre me ha llamado la atención, es el Chimonunthus Praecox y está al final del Botánico, detrás de la huerta. Sus flores aun resplandecen en pleno mes de enero como si quisieran iluminar el Botánico. Forman un enorme enjambre de flores a lo largo y ancho del árbol. Es bonito acercarse y mirar sus flores a contraluz.
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